lunes, 25 de diciembre de 2023

La Navidad desde una doble visión

  *Video artesanal.

El acontecimiento más importante de la historia  de la humanidad: Dios haciéndose hombre y asumiendo nuestra frágil condición humana, visto desde una "óptica binocular":
     -  A través de la sensibilidad y sencillez de un niño. *1
     -  Y a través de la genialidad y transparencia de un escritor *2


*2-  "Frágil Navidad"   JUAN M. DE PRADA

La fiesta de la Navidad ha cargado siempre su acento en los aspectos más tiernos de la escena ocurrida en Belén. 
Todo se enaltece de bondad y de gracia en estos días en que Dios se puso a la altura de los hombres (y aun de los hombres más desvalidos y humillados) y tomó su figura, para ir a nacer a una cueva, vecino nuestro, frágil como cada uno de nosotros, tan pequeñuelo y endeble como nosotros mismos fuimos, como lo fueron antes que nosotros nuestros antepasados y lo son o serán nuestros descendientes, fortísimamente anudado con todos los hombres en vínculo de extrema debilidad.

Los hombres necesitamos tener a Dios a la altura de nuestro corazón, porque la fe es también una cuestión cordial, como la caridad.
Por ello, en lugar de hacerse presente ante nuestros ojos al modo de un meteorito que cae del cielo o de un géiser que brota de súbito de la tierra, Dios se acercó a los hombres de la manera más entrañable, que es precisamente a través de las entrañas de una mujer; y, a través de aquella Mujer, de las entrañas de la Humanidad entera, pues algo se remueve en nuestras entrañas –al menos, mientras seguimos siendo humanos– cuando reparamos en la fragilidad de un niño recién nacido que gimotea entre las pajas, en el interior de una cueva donde debe de hacer mucho frío.

En el empeño por sustituir el belén por el árbol hay algo más que el decaimiento de la fe: hay también un decaimiento humano
Dios llega al hombre a través de la vía más elemental y comprensible para cualquier persona que no se haya deshumanizado, que es la vía de la ternura y el desamparo. Belén es un misterio radiantemente divino; pero también un misterio trágicamente humano, que es el misterio de la pobreza, de la soledad y el desvalimiento expuestos ante nuestros ojos y requiriendo nuestra asistencia.

Mirando a ese Niño vemos a todos los niños que gimen mientras la muerte desfila por la tierra. Mirando a ese Niño (aunque ni siquiera creamos en el misterio divino que encarna), algo se remueve en nuestras entrañas, algo las acaricia o retuerce, como si ese Niño fuese nuestro propio hijo, nuestro propio hermano, nuestro propio ser. Al menos, mientras seguimos siendo humanos.
Yo he visto a muchas personas que no eran creyentes emocionarse ante un belén; porque el belén les recuerda la fragilidad que fueron, la fragilidad que todavía son, la fragilidad que sin duda serán.
Y esa fragilidad, compartida con Dios y con todos los hombres (aquí no valen las distinciones de raza, religión o sexo), es lo más hermoso y divino que guardamos dentro.

 De algún modo, abrazando nuestra fragilidad, que es la de la Humanidad doliente, nos volvemos un poco como aquellos pastores que guardaban sus rebaños en torno a la gruta de Belén y acudieron para adorar al Niño y, de paso, hacerle unas carantoñas (o al revés). Aquellos pastores eran gentes humildes y limpias de corazón, gentes sin anteojeras ni sofisticaciones, gentes sin ideología ni cerrilismos, que aún guardaban en el pecho un corazón de palpitante carne.
Aquellos pastores comprendieron el misterio del Niño porque antes habían mirado con ternura su desamparo.
Y esa ternura se volvió compasión, que es la necesidad de llorar con quien está llorando, de padecer con quien está padeciendo, de sentir y respirar con él, tomando el mismo aire y sintiendo las mismas pulsaciones en la sangre. En este sentido, simbólicamente, en el empeño de nuestra época por sustituir el belén por el árbol hay algo más que el decaimiento de la fe religiosa; hay también un decaimiento humano, una abolición de la ternura, una negación de la compasión.
 Mirando al Niño, entendemos nuestra deuda con la fragilidad humana; mirando el árbol sólo vemos una belleza fría y nevada, decorada de regalos, que nada dice al corazón. La ternura que se derrama desde la gruta de Belén se pierde en el hieratismo del árbol, frío como un corazón de piedra que ni siquiera se inmuta mientras la nieve cae sobre sus ramas.

Esta sustitución progresiva del belén por el árbol explica simbólicamente muchas cosas. Explica por ejemplo que, aferrados a nuestras anteojeras y sofisticaciones, a nuestras ideologías y cerrilismos, ya no sintamos piedad por nada, ya no podamos compadecernos de la fragilidad sufriente; explica que ya no se nos remuevan las entrañas cuando miramos el sufrimiento de los niños.
Pienso, por ejemplo, en los niños que en estos últimos meses han sido despedazados por las bombas en Gaza, a veces incluso aplastados en la incubadora por los escombros o ametrallados en el vientre de sus madres; y en la indiferencia con que contemplamos su fragilidad del tamaño del universo.
Pienso que estamos dejando de ser humanos, que nuestras entrañas se han hecho un lío de cables y que nuestro corazón se ha vuelto de piedra.

Feliz y frágil Navidad a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan.

 JUAN MANUEL DE PRADA 
XLSEMANAL