Detrás de este titular grave, se encuentra una realidad dura y difícil de abordar pero necesario de afrontar. Y lo hacemos como continuación del tema anterior.
Partimos de la convicción que, profesionalmente hablando, ser médico es la vía mas directa para ser feliz y vivir con plenitud, aunque como todo lo valioso de la vida, no esté exento de dificultades o excepcionalidades.
Por cada médico hombre que se suicida, lo hacen 1,53 médicos mujeres. Respecto a la población general, las médicas tienen un porcentaje de suicidios hasta 8,6 veces mayor que el resto de la población femenina.
Asimismo en el caso de la comparativa con la población general femenina, también se obvia que en las cifras generales de dicha población se incluían adolescentes, por lo que si se comparara en la misma franja de edad (40-60 años), las cifras se multiplicarían considerablemente.
Llama dolorosamente
la atención que sea la única profesión donde el índice de
suicidios es notoriamente mayor en mujeres que en hombres.
No ocurre lo mismo en otras profesiones, también asistenciales, como:
enfermería y demás sanitarios, asistentes sociales, enseñanza, etc.,
con índices muy reducidos de autolisis. Y ni siquiera en las Fuerzas de orden público
que, aunque con cifras absolutas generales mucho más elevadas, pero la
incidencia en las mujeres que forman parte de ellas, es proporcionalmente
muy reducida, al igual que ocurre en la población general.
Tratando de dar un sentido trascendente al acto médico y a la propia vida.
Existen diferentes medios para lograrlo: como a través de los numerosos "artesanos y obreros de la Verdad" que con su testimonio, su obra y su vida son autenticas semillas: Martin Descalzo, Gregorio Marañón, etc. O desde la propia fuente de las Sagradas Escrituras.
Tal vez lo importante sea iniciar la búsqueda y de forma casi invariable, aparece o reaparece el don de la Fe, que también conlleva compromiso.
Por lo demás, habría que admitir que los
trabajos -especialmente los más vocacionales- no deberían ser asumidos como
una carga o condena, ni siquiera como solo un medio de
sustento, sino como un fin en sí mismo, y un regalo, por ser vía de
realización personal. Y cuyo
resultado -como el dolor fecundo del parto- ha de ir indisolublemente
unido a la vida y a la felicidad humana.